¿Quién no prefiere pasear
por el parque a trabajar?
El lago, el sol,
hierba donde echarse,
lejano rumor de críos
y niñeras de medias negras:
no está mal el lugar.
Pero no es para mí,
no soy uno de esos tipos
que te encuentras por las tardes:
hemipléjicos que apenas andan,
oficinistas con temblores,
pacientes de carne cérea
aún con secuelas del accidente,
y personajes de abrigo largo
que hurgan en las papeleras:
gentes que esquivan el sapo del trabajo
por estúpidos o por débiles.
¡Imagínate ser como ellos!
Oír cómo dan las horas,
ver cómo traen el pan.
ir rumiando tus fracasos
junto a un lecho de lobelias,
no tener adónde ir
ni más amigos que unas sillas vacías.
No, dadme mi montaña de papales,
mi secretaria con permanente,
mi le-paso-la-llamada-señor:
¿qué más puedo responder
cuando las farolas se encienden a las cuatro
y acaba ya otro año?
Dame tu brazo, viejo sapo,
tomemos la Cuesta del Cementerio abajo.